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Vivir en alerta

Enrique Orschanski Médico

“Me asustan las minúsculas”, confiesa el niño. Luego de cursar primer grado en su casa, el segundo transcurre a jirones; y sencillos desafíos escolares lo aterran.

“¿Todos se van a morir?”, pregunta la niña. Su madre explica que perdió a dos abuelos este otoño y desde entonces moja la cama.

“En esta vida, está todo mal”, repite un adolescente sin levantar la mirada.

Niños y niñas de toda edad siguen expresando temores que no se deben a episodios en particular, sino a la suma de momentos en que se perciben en peligro.

Noticias y experiencias atemorizantes los rodean. A algunos les asusta el virus, ver sufrir a personas cercanas; a otros les afecta la violencia en directo o en las pantallas, o los confunden las marchas y contramarchas del colegio…

No todas las situaciones son reales; también las imaginan de tanto rumiar ideas. Cada quien las enfrenta como puede, aunque finalmente todos se sienten excedidos en su capacidad para procesarlas.

Lo normal y lo patológico

Ante el peligro (o su inminencia), se activan diversos mecanismos fisiológicos; recursos que permiten la defensa o la huida. Estas respuestas, codificadas en los genes y generadas por mediadores químicos, hacen que el cuerpo cambie en segundos: se tensan músculos, el corazón late más rápido, la respiración se agita, las pupilas se dilatan y hasta la piel se eriza.

Así, el ladrido imprevisto de un perro, una frenada súbita del ómnibus o un tropiezo común son ejemplos de cuán frecuentes son esos cambios reactivos.

Como toda respuesta fisiológica, es normal en tanto ocurre de manera esporádica. En cambio, cuando la percepción de amenazas es constante, las personas se sienten vivir en alerta permanente. Y surgen síntomas, desequilibrios, problemas.

Los mecanismos fisiológicos quedan activados de modo fijo. Entonces, el miedo al virus, a las pérdidas o a la inseguridad se convierte en ansiedad; la hipervigilancia se traduce en insomnio, y la rumia de ideas de peligro se asocia a más accidentes domésticos o de tránsito.

Es inevitable que la circulación persistente de hormonas “de alerta” (la principal es el cortisol) cause trastornos físicos, aumento de grasa corporal, de azúcar en sangre, y la respuesta inmune frente a infecciones sea menor.

Este espectro de enfermedades parece invadir el territorio infantil, por miedos persistentes, reales o ficticios.

Padres y madres advierten la emergencia de estos problemas y buscan ayuda. Los chicos, en tanto, pertenecen a una generación consciente de la fragilidad cotidiana, por lo que, aunque sufren, muestran un notable pragmatismo para comprender las circunstancias. Muchos se sobreadaptan a vivir en alerta y esto naturaliza los síntomas. Así, la circulación por especialistas médicos y ayudas terapéuticas forman parte del tránsito normal de sus precoces existencias.

¿Cómo reducir los estados de alerta permanente?

No existen sugerencias útiles para todos. Cada niño o niña es diferente.

Pero una valiosa propuesta sería recuperar la noción de que la infelicidad forma parte ineludible de la vida. Explicarles que algunas etapas parecen no tener fin, pero este finalmente llega.

Vale explicar que las minúsculas podrían ser aprendidas más adelante; y que no todos morirán ahora, aunque algunos abuelos se hagan invisibles.

Que siempre es posible encontrar algo, en esta complejidad llamada vida; que está bien. Para que aquellos adolescentes desalentados por no vislumbrar futuro levanten la mirada, se aferren a alguna pasión y se sientan, al menos por un momento, a salvo.

Opinión

es-ar

2021-06-13T07:00:00.0000000Z

2021-06-13T07:00:00.0000000Z

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